El Paraguas

Hace tiempo vivía

un paraguas con regocijo,

quien jamás debía

permanecer sin trabajo.

 

Si no llovía,

saltando del techo de tejas,

se convertía

en un paracaídas.

 

Si vuelta se daba,

con la punta hacia abajo quedaba

y como un bote

por el agua navegaba.

 

Pero si quería

soñar todo el día,

en el bosque se acuclillaría

y a una gran seta se parecería.

 

Y cuando deseaba

correr despreocupado,

en el parque giraba

como un carusel.

 

Cuando no se abría

era una espada de caballero

y cómo dolía,

su golpe guerrero.

 

También al golf jugaba,

con fuerza sus manos agitaba

y justo en el agujero

la pelotita embocaba.

 

Por segunda vez ayudó

a una señora mayor.

De apoyo le sirvió

para caminar mejor.

 

Mucho sabía,

de todo hacía

aún bajo la lluvia era

un paraguas de primera -

 

hasta que un día

alguien con toda su energía,

en el suelo lo clavó

y de él se olvidó.

 

Cuando se esforzaba

por liberarse,

muy nervioso estaba

y cada vez más se desesperaba.

 

Pero el éxito no lo acompañó

y en el suelo se quedó,

cuando el frío viento sopló

y la nieve apareció.

 

Angustiado estaba,

desconsolado lloraba –

y en primavera

sus raíces al suelo echaba.

 

Y el paraguas así terminó,

creciendo,

en un árbol esbelto

se transformó.

 

Traducción de Andreja Dolinar Hrovat

Del Cazador

En el árbol escondido y encogido

con el fusil cargado

Franco, el cazador intemible

al jabalí espera en la noche interminable.

 

Donde el horizonte se acaba,

detrás de los maizales al romper el alba,

del rojo carmesí se apropia

cuando comienza a despertar el día,

todo es quietud – pero a la sazón

del bosque saltan un tejón,

dos osos, tres lobos, cinco jabalíes,

los lirones y los faisanes

y por cierto también codornices y conejos,

las gamuzas y los zorros,

las marmotas y los ciervos.

En el claro del bosque se reúnen todos

con sus trajes de caza puestos,

los verdaderos, del color de los abetos.

 

Por los animales Franco es capturado

sin que el fusil se haya disparado,

es llevado entre los matorrales,

por los montes impenetrables

hasta el Karst, a una de sus cuevas,

a la principal, la más grande de todas.

Está para el banquete adornado

todo, para el cazador,

que en la mesa está acostado.

Cuando suena el cuerno.

Franco mira a su entorno

hay cabezas por las paredes,

¡verdaderas cabezas de los cazadores!

 

Se despierta al ver esto.

Al principio con desconcierto,

Luego corriendo vuelve a su hogar

para nunca jamás volver a cazar.

 

Traducción de Andreja Dolinar Hrovat

Vomithorror Y Relampafuego

Hace muchísimo, pero muchísimo tiempo los dragones dominaban el mundo en el que vivimos hoy. En ese entonces hacía tanto calor en nuestro país como lo hace ahora en el ecuador. Pero luego la atmósfera se enfrió, se formaron la nieve y el hielo, y dado que los dragones no soportaban demasiado el frío, cada vez eran menos. Una de las últimas familias de dragones estaba conformada por el padre Vomithorror, la madre Mordemonia y el hijo Relampafuego.

Anidaban en la colina que se eleva sobre la ciudad, en donde vivieron nuestros antepasados. Para que los dragones no se los devorasen les daban toda la comida que deseaban. Una vez al año tenían que llevar a la colina a la muchacha más hermosa a quien Vomithorror devoraba sin piedad.

Por ello, los concursos de belleza de esos tiempos eran muy diferentes a los de hoy en día. Las participantes hacían muecas para verse lo más feas posibles. No obstante, la comisión al final elegía a una por la cual llevaba luto toda la ciudad.

“Mamá, ¿por qué hace eso papá? No puedo mirar algo así”, lloraba Relampafuego, quien todos los años debía ser testigo de este horrible acontecimiento.

“Si tu papá no se devorase todos los años a la muchacha más hermosa, los hombres no nos tendrían más miedo y no nos traerían más alimentos”, le explicó la mamá dragón a su hijo, quien de ninguna manera podía conformarse con esta terrible costumbre.

Relampafuego, tras escuchar que su padre era tan temible para que los hombres le trajesen comida, dejó de comer cabras, ovejas, terneros, conejos, gallinas y otros animales domésticos que los hombres le llevaban a los dragones, pues la carne ya desde antes no le gustaba para nada. Pasteaba por los campos, comía pasto como las vacas, avena como los caballos, zanahoria como los conejos y avellanas y nueces como las ardillas. Vomithorror no se dio cuenta de ello, ya que salía todos los días por la mañana temprano a espantar y devorar animales y personas en los alrededores más próximos y también más remotos y regresaba a casa tarde por la noche.

Dado que Relampafuego tenía buen apetito también crecía y se transformaba en un dragón cada vez más grande y fuerte comiendo vegetales. Cuando se convirtió en un joven una noche su padre Vomithorror, después de haber regresado de sembrar el terror cotidiano, le dijo: “Hijo mío, como me di cuenta que ya no eres un niño sino que un dragón adulto grande, este año devorarás a la muchacha más hermosa en mi lugar.”

“Pero papá, no es necesario, no tengo nada de hambre”, tartamudeó Relampafuego.

“No la devorarás ahora mismo, sino recién en una semana cuando haya luna llena”, lo tranquilizó el padre. “Hasta entonces ya volverás a tener apetito.”

“¿Y si no la supiese devorar?” el joven dragón intentó de todos modos eludir la horrible tarea.

“Por supuesto que sabrás hacerlo. Si puedes devorar a una oveja o cabra también sabrás devorar a una humana”, lo animaba Vomithorror.

“Pero no como ovejas y cabras. No me gusta la carne”, desembuchó en voz baja Relampafuego.

Al oír esto, a Vomithorror le resplandecieron los ojos y echó humo por la nariz. “¡Mordemonia!” bramó tan violentamente que retumbó en todas las colinas y montañas. “¿Cómo es posible que a mi hijo no le guste la carne?”

“¡Si estuvieses más tiempo en casa y ayudaras en la educación de tu hijo, te hubieras dado cuenta hace tiempo y ahora no me estarías gritando!” refunfuñó enojada la madre.

Se originó tal discusión que tronó sobre la ciudad como si se estuviese aproximando un huracán. Relampafuego se sentía muy mal al ver a sus padres discutir. Pero cuando estaba a punto de fugarse lo más lejos posible, Vomithorror se volvió hacia él y tronó: “¡Devorarás a la humana o no eres más mi hijo!” En eso golpeó con tal fuerza el suelo con la cola que los habitantes de la ciudad creyeron que se trataba de un terremoto. Luego ordenó traer a la bella muchacha.

El viejo dragón, al notar que Relampafuego no tenía intención de obedecerlo, gruñó furioso: “Pues bien. La devoraré solo. ¡Y si no te agradan las costumbre de aquí entonces lárgate ahora mismo de esta colina donde reinan los dragones y no los cobardes!”

Luego se dirigió con la mirada funesta a la muchacha aterrada.

“Ay, auxilio, por favor no”, se lamentaba la muchacha a quien se le acercaba Vomithorror a paso lento y firme.

Cuando ya estaba casi delante de la muchacha, Relampafuego se interpuso repentinamente a Vomithorror.
 
“¡Déjala en paz!” rugió ante el asombrado padre.

“¡Si no te animas a devorar a la humana, por lo menos, no me hagas pasar vergüenza!” gritó Vomithorror y vomitó una llamarada contra Relampafuego. Pero éste le escupió una llama mucho más fuerte.

El viejo dragón no podía creer lo que estaba viendo. Es decir, su hijo no es un cobarde como había creído. Pero, por ello, aún no es más fuerte que yo, se dijo a sí mismo y lanzó contra su hijo el fuego más grande que haya podido sacar jamás. Sin embargo, Relampafuego ahora también pudo devolverle una llama mayor, tan violenta que le quemó los oídos y cejas. Luego los dos dragones se abalanzaron uno sobre el otro y pelearon en el aire, provocando fuertes relámpagos. El combate se prolongó mucho tiempo. Al final, Vomithorror debió reconocer que Relampafuego es más fuerte que él.

Por eso, no le quedó otro remedio que cederle el poder a su hijo.

Al convertirse en el dragón dominante, Relampafuego, prohibió inmediatamente el hecho de devorar a las personas. A cambio de alimentos, los dragones ahora le ayudaban a las personas con su fuego en las labores de herrería. Fueron de gran ayuda cuando los enemigos atacaron la ciudad. Así los habitantes y los dragones vivieron en armonía.
 
Lamentablemente, esta relación amistosa no perduró mucho tiempo porque siendo tan pocos dragones, Relampafuego no pudo encontrar una compañera con quien crear una familia. Siendo viejo y estando débil, lo cuidaron los habitantes de la ciudad. Cuando falleció se entristecieron. En su memoria construyeron un puente donde solía tomar agua del río y lo denominaron el Puente del Dragón, en honor al dragón que tendió puentes entre los dragones y los hombres.

Generaciones más tarde, quienes conocieron a Relampafuego solamente a través de las pinturas, lo representaron en cuatro estatuas de bronce y las mandaron a colocar en el puente. Sin embargo, estas estatuas son mucho, mucho más pequeñas de lo que eran los verdaderos dragones que hace años vivieron sobre nuestra ciudad.


Traducción de María Alejandra Podrzaj

Del Sapo Que Era Un Principe Encantado

Una abuelita iba con su nieta al estanque y le contaba cuentos. Una vez le relató el cuento de la princesa y el sapo, que no era un sapo cualquiera, sino un príncipe convertido en sapo. El cuento lo escuchaba el sapo Samuel, escondido detrás de los arbustos. Después de escucharla, no lo pudo olvidar. Más pensaba en él, más claro sentía que era diferente a otros sapos. La razón no podía ser otra sino que él también era un príncipe encantado.

Y como estaba seguro que no era un sapo sino un príncipe, ya no acomodaba las algas detrás suyo, no limpiaba su lugar ni cantaba en el coro de sapos, sino que se quedaba acurrucado todos los días en el borde del estanque esperando a la princesa, que se le cayera la corona al agua y él se sumergiría a buscarla, le devolvería la corona de oro y a cambio de la corona le pediría a la princesa que lo bese para convertirse en un príncipe.

Como tarea, cada tanto se sumergía al fondo del estanque, tomaba una piedra del fondo y lo traía al borde, donde se quedaba esperando a la princesa.

Cuando se acercaba alguna jovencita al estanque, se sentía emocionado. Pero ninguna tenía una corona de oro. Todas venían y se iban y ninguna necesitaba de su ayuda.

“¿Cómo estás, príncipe? ¿Todavía eres un sapo?” se burlaban las otras ranas.

“A lo mejor la princesa encontró otro príncipe y ni siquiera va a venir.”

“A lo mejor la corona cayó a otro estanque y ahora llora desconsoladamente porque no te encuentra.”

“¿Pero existe algún otro estanque?”, se asombró Samuel, que estaba seguro que el mundo era solo eso que alcanzaba a ver desde el borde del estanque.

“Por supuesto que existen otros estanques”, dijo croando la vieja rana Ramona. “El mundo es infinito y en él hay numerosos estanques.”

“Ohhh”, suspiró Samuel. “Quiere decir que la princesa puede estar en cualquier lado.”

“No es así”, negó con la cabeza Ramona. “En el mundo rige un orden. Cada princesa debe encontrar su príncipe. Si realmente eres un príncipe, que te convirtieron en sapo, la princesa va a venir justo a este estanque.”

“Salvo en el caso que no sólo tu estés encantado, sino ella también”, comentó el sapo Ciro.

“¿Puede ser eso posible?”

“Por supuesto. Por eso mira bien las ranitas de nuestro estanque y fíjate si alguna te parece que podría ser una princesa encantada.”

Samuel en principio pensó en Raquel. Era como la princesa del cuento del guisante, el que escuchó una vez la abuelita le contaba a su nieta. También a ella le molestaba cada grano de arena que encontraba en el barro donde dormía. Era la única ranita con la que se entendía. En realidad era la ranita más encantadora de ese estanque.

Fue a buscarla enseguida y le preguntó si alguna vez pensó que ella era una princesa encantada.

“Por supuesto”, dijo croando Raquel. “Hace mucho que me siento diferente a otras ranitas.

Desde que dijiste que eras un príncipe encantado, me pareció que yo también era una princesa encantada.”

“¿Piensas que si nos besamos nos convertiríamos de nuevo en personas?”

“Probemos”, dijo croando Raquel.

Se besaron tímidamente y seguían siendo iguales. Al principio se sintieron decepcionados, después Samuel se dio cuenta que eso era mejor si ella se hubiera convertido en princesa y el siguiera siendo sapo. Raquel reflexionó que eso era mejor si Samuel se hubiera convertido en príncipe y ella siguiera siendo ranita. Así, en cambio, vivieron como príncipes encantados muy felices el resto de sus días de sapo y rana.

 

Traducción de Matilda Leskovec